Ciudades que adhieron a la movilización:
Montevideo, Maldonado, Colonia, Las Piedras, Paso de los Toros, Carmelo, San Gregorio de Polanco, Nueva Palmira, Concepción del Uruguay.
¿Por qué asaltamos las fuentes de agua?
No es extraño que, hasta el presente, los pueblos tengan una fuente en los sitios públicos más relevantes. No es un adorno. Es presencia y memoria del más vital de los Bienes Comunes. Las fuentes de agua nos recuerdan origen y permanencia de la vida.
En la antigüedad, cuando no existían instalaciones sanitarias domiciliarias, las fuentes de agua eran públicas y comunitarias –tanto como los baños-, y tenían como finalidad principal proveer del vital elemento a la comunidad. Eran por lo tanto inevitables puntos de encuentro donde los vecinos se proveían libremente del preciado líquido. Configuraban un sitio sagrado, pues el bienestar y la salud de la fuente se traducían en bienestar y salud para la gente. Si la fuente se secaba o contaminaba, esto redundaba en serios problemas
para la comunidad.
En la actualidad, la fuente de agua sigue siendo símbolo de vida, de reunión, un espacio donde se percibe bienestar, equilibrio, paz y armonía.
En Uruguay, en la región, en buena parte del planeta, están matando las fuentes de agua naturales, fuentes de vida por excelencia.
Ocurre desde hace muchos años. Décadas. Pero es hoy que esta trágica realidad estalla delante de nuestros ojos en forma de manto infinito de cianobacterias.
Es cierto que las cianobacterias existen hace cientos de millones de años. Siempre las hemos visto, en forma aislada, en lagos estancados, en épocas de calor. Nunca, jamás, se había visto al Río Uruguay –por mencionar a uno de los grandes ríos afectados-, de costa a costa, a lo largo de cientos de kilómetros, totalmente cubierto de las fluorescentes floraciones.
No es normal. No es admisible. Ante esto, no podemos hacernos los distraídos. No debemos. Porque la eutrofización, a mediano plazo, significa la muerte del curso de agua del que dependemos.
¿ACASO EXAGERAMOS?
En la primera mitad del siglo pasado, algunas industrias derivadas de la actividad ganadera se instalaron en la periferia de Montevideo. Curtiembres, tambos, frigoríficos. Era el progreso. Eran puestos de trabajo. Divisas. En pocos años, cuatro o cinco décadas a lo sumo, los principales cursos de agua capitalinos, arterias de vida, destinos turísticos por excelencia de la población de antaño, el arroyo Miguelete, el Pantanoso y el Carrasco,
murieron de eutrofización y otras formas de contaminación. Literalmente, se pudrieron.
Paradojalmente, ese «progreso» derivó en la creación de cinturones de pobreza que se fueron ensanchando, proporcionales al crecimiento de las fortunas de los dueños de aquellos negocios contaminantes. Estos asentamientos, por necesidad concentrados mayoritariamente en las márgenes de los arroyos, terminaron de definir el marco de miseria que desde entonces, caracteriza a esos cursos de agua. Hoy fuentes de tristeza y desolación.
Los montevideanos, algunos más, otros menos, nos hemos acostumbrado a ello. Parece mentira,
pero hemos agachado la cabeza para resignarnos ante lo intolerable. Aprendimos a no ver.
Cientos de miles de uruguayos atravesamos a diario puentes sobre estos arroyos muertos, sin mirarlos, porque no tenemos valor ni interés en ver lo que en ellos se refleja: Nosotros mismos. Nuestra imagen de Pueblo decadente. Es abrumador. Reconocerlo, hace que el corazón se ahogue de vergüenza. Seguro que nuestros abuelos habrían deseado que nosotros paseáramos y tomáramos el agua fresca de aquellos arroyos de
los que tanto disfrutaron.
Tal vez creyeron en el progreso prometido. Fueron ingenuos o ignorantes. ¿Quién podía entonces imaginar la muerte de un río? ¿Quién podía pensar que un diputado u otro funcionario público podía permitirlo?
Hoy, los principales cursos de agua del país, el Río Uruguay, el Río Negro y el Santa Lucía, entre otros, están siguiendo el mismo destino que los arroyos montevideanos. Las cianobacterias lo están avisando de forma
clara e incontestable. Las razones de la eutrofización no son muy distintas a las que provocaron la muerte de aquellos: Promesas de progreso, de empleo, de divisas.
Antaño, eran industrias manufactureras nacionales, propiedad de poderosos inversores generalmente amigos de
políticos influyentes, expertos en la explotación de trabajadores, decididos a multiplicar el capital a cualquier precio, incluso a costa de los arroyos, porque de esa multiplicación dependía qué tanto dinero se derramaba para repartir con los amigos.
Hoy, son industrias extractivistas, propiedad de poderosas corporaciones a-nacionales que, sin tener los tradicionales vínculos amistosos con los políticos, siempre encuentran alguna forma «mágica» de conquistar sus
simpatías y convertirlos en cómplices, encubridores de actividades contaminantes, en sus más eficientes siervos. Agroindustrias cerealeras, celulósicas y frigoríficas, a una escala que impactarían gravemente en cualquier lugar del mundo, concentradas en este estrecho territorio.
Es cierto que el calentamiento global incide en el problema. Lo mismo la falta de adecuado tratamiento a las aguas servidas de pueblos y ciudades. Sin duda, son aspectos que también deben ser atendidos, y con urgencia.
La miseria campea. La decadencia social rompe los ojos, pero nadie parece tener la honestidad de
vincular tanta miseria social y ambiental al camino de «desarrollo» elegido, cuyos comunes denominadores son el sacrificio de Bienes Comunes – en especial el agua-, la explotación y degradación humana, la multiplicación
de la brecha entre ricos y pobres, y el enriquecimiento de unos pocos inversores, incluidos los
políticos que les administran sus negocios.
Mientras tanto, ¿qué responsabilidad tenemos nosotros, el Pueblo? Reconozcamos: no es normal que el pueblo permanezca tan resignado y distraído mientras arruinan su más primordial alimento. El silencio y la inacción nos convierten en cómplices de este ecocidio.
Por eso asaltamos las fuentes públicas: Como un acto desesperado por recuperar el sentido más
esencial de la defensa de nuestros derechos fundamentales. Porque tenemos la responsabilidad dejar el planeta en condiciones para quienes vendrán después de nosotros, aquellos de quienes ya somos ancestros. Porque sin Agua no hay vida, no hay dignida