La consulta del médico está llena de cuerpos ancianos, sudorosos, que se agolpan en la pequeña salita a la espera de que llegue ella. Viene en un coche plateado, normalmente tarde; son demasiados, una sola persona no puede con todo. Agotada, cargando con un maletín de piel marrón, un montón de papelajos y empapada de calor, la doctora entra con una gran sonrisa mientras, enérgica, da los buenos días a quienes pacientemente la aguardan.
La habitación es muy pequeña, apenas dos bancadas de cuatro asientos pegadas a cada lado de la pared le dan un aspecto similar a una sala de espera de un hospital. Eso y los carteles de prevención de enfermedades que penden del gotelé. Tiene cinco puertas; al fondo (si es que se le puede llamar fondo) está la consulta de la enfermera, justo al lado del pequeño baño, mientras que, en el centro, a ambos lados, opuestos, están la doctora y el farmacéutico. La que da a la calle es blanca, de chapa, y le cuelga, pegada con celo, una hoja con los días de la semana, a modo de calendario, que alguien cambia cada mes. Unos pocos están marcados en color rojo, esos son los días importantes, los que abre.
Ellos siempre llegan antes de la hora para coger sitio, todo el mundo sabe que el día que viene el médico hay mucho ambiente y tienes que estar atento para que no te quiten la vez. Además de que, si te despistas y llegas un poco más tarde, puede que los sanitarios hayan partido al galope al siguiente pueblo. Es una carrera a contrarreloj.
—Hola, Emilia, ¿Qué tal estás? Hace tiempo que no nos vemos, ¿han venido los nietos este año? —gorjea un anciano que, a pesar de apenas poder moverse por la deformación de sus piernas que lo convierten en permanente jinete, sonríe a través de unas gafas de culo de vaso.
—Hola, hijo. Sí, mis niños han venido, ya sabes que en esta época Madrid es un infierno. Han crecido tanto… Y yo, aquí, parezco un pajarito de lo débil que estoy – ríe con tristeza -, estoy muy mal…
—Vamos, vamos, mujer, no será para tanto, somos viejos, sí, pero estamos vivos. Todavía seguimos aquí —y arranca a toser. La flema le viene del pecho.
La mañana se derrite, lenta, y el habitáculo se llena, varias sillas de ruedas se colocan a través como si fuera un juego de Tetris. Los más jóvenes se
agolpan a la entrada, bajo el sol hace menos calor.
Van pasando, uno detrás de otro, como el goteo de un grifo. A veces hay problemas, una señora deja a otra a la custodia de su sitio mientras corre a casa a echarle un ojo a las lentejas.
Cuando vuelve, un tipo con boina y bastón discute, confundido, por cual, ¡demonios!, es su sitio. Le ha salido un bulto en la pierna, duele, y no quiere
esperar hasta la próxima fecha.
Una hora y cuarto, ni un minuto más. No es porque no quiera, es porque no puede. Aún le aguarda una veintena de personas en un municipio y en otro y
en otro… Para cuando acabe la jornada se habrá recorrido unos 50 kilómetros. Afortunadamente, la consulta abre cinco días al mes. Sólo son pueblos.
En la pared, entre las grietas, hace tiempo que han comenzado a brotar tímidas venas verdes. Quizá, si la doctora pudiera pararse a echarle un vistazo diagnosticaría abandono. Dicen que es grave.
Clara Nuño – JWCarozo