Acuquinao junto a una mata’e paja
que hacía chiflar enfurecido el viento,
dándole el anca a la garuga helada
y entumido de frío hasta los güesos,
hayé aquel crudo atardecer de junio
al pobre gatiao viejo.
Lo habían largao ayí pa que muriera,
flaco y sin juersa ya, cansao y hambriento,
en un camino que era puro barro
y ande no iba a encontrar ni un pasto seco.
Y, lo que es pior, solito frente al rigor
del despiadao invierno.
Al cruzarme con él sus tristes ojos,
apagaos por el tiempo,
me miraron de un modo cuasi humano,
y un relincho que acaso juese un ruego
se le escapó po’entre los dientes tronchos
y me punsó como una espina el pecho.
Entonces yo me le allevé dispacio,
le hablé como se le’habla a un compañero,
le palmié las costiyas,
que por poco aujeriaban ya el peyejo,
y acabé por yevármelo de tiro
atándole una soga en el pescueso.
Ahura lo tengo en el galpón del rancho,
repartiéndose el máis con mi asulejo
y durmiendo abrigao en cama’e pasto
como si juese un pingo parejero.
Y aunque es viejaso el pobre,
pa mí, que no lo basurea este invierno.
Con sus años pa, nada habrá’e servirme
aunque engorde y peleche en el güen tiempo.
Pero eso no me importa,
pues no lo traje pa sacar provecho,
y estoy pagao de sobra con la forma
en qu’él me mira cuando le proseo.