Nuestro país siempre encontró en Nueva Zelandia un modelo de desarrollo muy válido
para emular. Son varias las similitudes entre ambos países. Los dos fueron poblados por
inmigrantes que intentaron recrear cultivos y modelos de producción que traían de sus
países de origen en Europa.
Ambos territorios exhibían similitudes: no tenían una marcada vocación agrícola y
padecían un severo déficit de nutrientes, como por ejemplo la baja concentración de
fósforo en los suelos. Es decir, ambos tenían marcado un importante desafío para
profundizar su destino agropecuario.
Pero mientras Nueva Zelandia le jugó todos los boletos a mejorar sus suelos y su
producción agroindustrial, Uruguay aplicó una política marcadamente proteccionista -que
no discutimos en su intención y la oportunidad- para fomentar la industria sustitutiva de
importaciones, algunas de las cuales no eran viables por ausencia de escala.
Muy similares en términos de superficie, tamaño de población, producción y mercados,
ambos países tuvieron niveles parecidos de PBI per cápita hasta la década del ´30. Pero si
las condiciones de partida fueron similares, la trayectoria de crecimiento resultó ser muy
diferente. Mientras nuestro país se estancó terminada la guerra de Corea al principio de los
´50, Nueva Zelandia emprendió un camino de crecimiento sostenido que le ha permitido
convertirse en un verdadero país desarrollado.
En 1960, Carlos Frick Davie escribió El ejemplo de Nueva Zelandia, un trabajo muy
exhaustivo sobre los modelos de producción, estructura social y políticas que pusieron a la
excolonia británica en el camino del desarrollo.
Benito Medero, entonces presidente de ARU, decía en el prólogo que la obra de Frick Davie
“nos introduce en el ambiente ordenado, alegre y animoso de progreso ininterrumpido y
de eficacia que caracteriza a Nueva Zelandia”. Pero Frick Davie no solo se limitó a observar
la realidad económica del país, dedicó la última parte del libro a destacar la importancia de
la solidaridad nacional entre todos los grupos y las clases sociales, si de elevar la
productividad se trata. La historia nos enseña que no hay posibilidad de justicia y
bienestar si no se eleva la productividad de la economía. Inspirados por el ejemplo
neozelandés, Carlos Frick Davie, Alberto Gallinal y Carlos Pereira Iraola crearon la
Sociedad de Praderas con el objetivo de mejorar las pasturas naturales y aumentar la
productividad de la ganadería.
¿Por qué es esto relevante para el Uruguay de hoy? Fundamentalmente, porque nuestro
país se encuentra frente a una disyuntiva histórica. Tras 15 años de una política económica
basada en el aumento del gasto público y el consumo -financiados mayormente con
endeudamiento-, el tipo de cambio real ha quedado en niveles históricamente altos. La
contracara de esto es que el sector agro-exportador no solo no es competitivo, sino que no
lo será sin algunos ajustes estructurales a nuestro modelo económico.
Un simple análisis de nuestra balanza comercial demuestra que el sector agropecuario
sigue siendo el principal generador de divisas. Sin una política que contemple las
necesidades del sector, la consecuencia en el mediano plazo será que no podremos hacer
frente a nuestros compromisos externos. Se pasó de moda la época en que se medía la
capacidad de pago del país relacionando la deuda externa con el nivel de exportaciones.
Hoy el foco de atención está en la ratio de deuda/PBI, que no tiene en cuenta que gran parte
de ese PBI no es generador de divisas.
Sin divisas no vamos a poder importar, mucho menos honrar los compromisos externos.
Esto nos irá llevando hacia un modelo sustitutivo de importaciones, basta con observar el
ejemplo de nuestros vecinos argentinos, que llevan varios capítulos adelantados en una
serie que pareciera estar filmada desde el presente hacia el pasado.
En 1984, un nuevo gobierno Laborista decidió dar un giro en la tradicional política de
Nueva Zelandia para aplicar las políticas neoliberales en boga de aquella época, que eran
promovidas por los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en
Inglaterra. Si bien estas reformas produjeron resultados positivos para algunos sectores de
la economía, los resultados para la agroindustria fueron desastrosos. Si gobiernos
posteriores no hubieran hecho correcciones, se hubiera malgastado el esfuerzo y la
inversión de años.
Nueva Zelandia desarrolló primero su agricultura y más tarde su industria basada en un
importante y efectivo rol directriz del Estado. Hasta la Gran Depresión en los años ´30,
Uruguay y Argentina no diferían mucho de Nueva Zelandia y Australia en términos de
ingreso per cápita, estructura económica y políticas sociales. Pero eso cambió con la
Conferencia de Ottawa de 1932, que garantizó a las excolonias un acceso preferencial al
mercado británico, marcando una bifurcación en las trayectorias seguidas por las
excolonias británicas y las españolas.
Habiendo logrado ese acceso preferencial a los mercados, el Estado neozelandés se
concentró en medidas de impulso a la producción. Se necesitaban más pasturas, mantener
a los trabajadores agrícolas en el campo con buenas condiciones de vida, ofrecer
financiamiento accesible y garantizar precios competitivos en insumos claves como los
fertilizantes.
Esto demandó fuertes subsidios, que también permitieron mantener la rentabilidad de la
actividad en un contexto en que la política de ingresos fomentaba el consumo interno
como forma de desarrollar la industria sustitutiva de importaciones.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido demandaba todo el
alimento que Nueza Zelandia pudiera producir, por lo que el Estado profundizó su
histórica política para maximizar la producción. Es así que se promovió el desarrollo de
tierras de baja calidad, se facilitó la irrigación y se desarrollaron las áreas montañosas,
fertilizándolas con ayuda de los aviadores militares que retornaron de guerra.
La persistente caída en el precio de los commodities durante la década del ´60 y la entrada
del Reino Unido en el Mercado Común Europeo en 1975 tuvieron efectos sobre la economía
de Nueva Zelanda, obligando al país a buscar nuevos mercados y a diversificarse en la
industria de servicios. Eso sirvió de justificativo para implementar un conjunto de
reformas neoliberales que sin dudas permitieron un gran crecimiento de la industria
financiera, pero poco tienen que ver con el “milagro agrario” neozelandés, que como vimos
es el resultado de políticas de Estado que se venían aplicando durante décadas.
Las reformas contribuyeron a una apreciación del tipo de cambio real, lo que implicó un
desestimulo al crecimiento en la producción de bienes transables, principalmente los
agrícolas. Los subsidios agrícolas fueron eliminados rápidamente, mientras que las
protecciones al sector industrial se mantuvieron en niveles elevados, afectando aún más la
competitividad de los productos exportables.
Las lecciones de este modelo de desarrollo para Uruguay fueron múltiples. En un negocio
en que los exportadores son “tomadores de precios”, es muy importante asegurar que el
valor de los insumos se mantenga competitivo. Si la energía y los combustibles se producen
monopólicamente y su precio de venta es el resultado de agregar los costos de producción,
se van a convertir en factores de pérdida de competitividad.
Lo anterior sirve para ilustrar que el problema no es solo de tipo de cambio, es un
problema más de tipo estructural, de organización industrial. En el mundo desarrollado,
las reformas liberales van acompañadas de una fuerte protección a la competencia que
busca evitar las situaciones monopólicas. ¿Cómo podemos competir en los mercados
internacionales si pagamos precios domésticos de monopolio?
Políticas de corte neoliberal servirían a Uruguay si estuviéramos apuntando a ser un país
turístico o una plaza financiera. La realidad nos muestra que esto es inviable, ya que si
bien ambas industrias son importantes para nuestro país, son al mismo tiempo muy
dependientes de Argentina. Y no se puede construir nada que se base en vender productos
o servicios a Argentina. Otras opciones como la exportación de software o de cine merecen
sin dudas su apoyo, pero de ninguna manera van a lograr sustituir la importancia que la
producción agrícola tiene en la generación de divisas.
Finalmente una nota reflexión acerca de las externalidades económicas. Si se siguen
reduciendo actividades intensivas en mano de obra como la lechera y la arrocera, ¿quién
va a trabajar en el campo?, y ¿quién va a pagar el costo de asegurar un territorio uruguayo
despoblado? Y finalmente no podemos engañar a la ciudadanía en el sentido que un
tambero de Florida o un arrocero de Lascano se va a convertir en programador de
software en Montevideo. No es ni posible ni deseable.
M. Sc., Instituto Tecnológico de Massachussets, Contador Público.
por Pablo Sitjar
La Mañana