Durante un año viví con mis abuelos. Mi familia estaba fuera del país y yo empezaba la carrera. Ocupé el piso de arriba y lo hice mi hogar.
Mi recuerdo de los días que viví en ese pasillo es el silencio. Un silencio que se hizo más acuciante cuando después de navidad, se fueron yendo poco a poco mis familiares. Y me di cuenta del frío que hacía y el silencio que había. Tampoco es que abajo hubiera una fiesta en comparación. Algunos días apenas veía a mis abuelos porque por la mañana tardaban en levantarse y por la tarde yo tenía clase. Pero recuerdo momentos que rompían ese silencio.
Recuerdo ayudar a mi abuela, numerar las páginas del Word e imprimir sus memorias; y a mi abuelo, imprimir todos los correos que recibía (porque «siempre conviene» tenerlos en papel y que se acumulen por toda la casa, claro que sí).
Recuerdo las cenas con ellos, a veces animadas y con anécdotas que yo ya conocía pero que escuchaba con interés, y otras veces monótonas y con preguntas que ya me habían hecho pero que respondía otra vez.
Recuerdo sus despistes y los dramas que montaban de pequeñas cosas. Recuerdo a mi abuela dándole dos opciones a mi abuelo de qué cenar, y que siempre
respondiera «lo que convenga».
Recuerdo un día en el que acababan de volver de misa y mi abuela empezó a cantar aquella canción de «señor, me has mirado a los ojos, sonriendo has dicho mi nombre…» y yo me uní al canto con mucho entusiasmo.
Y recuerdo también cuando volvía por la tarde de clase y los animaba a salir de casa a mirar las estrellas, o la luna, o el atardecer; dependiendo del momento. En esos momentos, sí, había silencio, pero había paz en ese silencio.
Evidentemente tengo recuerdos de ellos en tiempos previos a ese año, muchísimos. Pero supongo que mi percepción a partir de ese año cambió. Antes eran mis abuelos, unos señores mayores que contaban muchas anécdotas y que vivían en la casa en la que celebrábamos las cenas de navidad. Ahora, en mi mente son más humanos, más complejos.
Hace ya más de un año mi familia volvió a España y yo dejé de vivir con ellos, aunque alguna que otra vez pasé la noche allí. A veces porque me venía bien y
otras porque me apetecía, simplemente.
Hace unas semanas coincidimos varios miembros de la familia y mi madre propuso aprovechar la ocasión para ir a ver las vistas de la ciudad desde un mirador. Mis abuelos estuvieron un rato mirando el paisaje y otro rato fijándose atentamente en la vida de las hormigas que correteaban por el muro porque, como dijo mi abuelo, «hay tiempo para las dos cosas».
Y también hubo tiempo de tomar algo ahí arriba. «Una coca cola con un chorrito de ginebra» fue la elección de mi abuelo. Mi abuela pidió por un vaso de leche
«tampoco para quemarme pero caliente».
No parecieron entender por qué nos reíamos ante aquellas elecciones tan dispares y de su forma de expresarlas. Tampoco pareció entender mi abuelo por
qué comentábamos tan activamente su decisión de mojar una galleta en su coca cola con ginebra. Ya somos conscientes de que mi abuelo tenía unas costumbres culinarias algo curiosas, pero no dejaba de ser gracioso. Ante ese panorama, preguntó de qué nos reíamos.
—Es que eso es Coca-Cola, abuelo.
—Bueno ¿y qué? Y efectivamente, es un país libre, ¿por qué no mojar galletas en Coca-Cola? «¿Y por qué no? Y ya que estamos, échale tres sobrecitos de azúcar como si fueran chupitos? También válido.
Durante la conversación, aparte de quejarse de lo ruidosa que era el resto de gente que había por ahí, mi abuelo estuvo algo activo en la conversación (cosa
que en años recientes ha sido menos y menos frecuente) sobre sus viajes pasados a Cuba o a Túnez, aunque esta vez quienes contaban gran parte de las anécdotas éramos nosotros.
Hemos pasado años escuchándolo contar estas historias y ahora nuestro trabajo era el de recordárselas a su protagonista. El recuerdo ya no existía, pero quedaban las historias que contaba durante las comidas en casa o cenas de navidad, que ahora viajaban en sentido contrario.
Algo que sí recordó con más detalle fueron las canciones de George Brassens, gusto que comparte con una de mis primas. En otras ocasiones ha conseguido
animarle contándole cuáles eran sus canciones favoritas del músico y era una conversación que siempre acababa con él cantando algún fragmento que parecía forjado en sus recuerdos, con más fuerza que su propio pasado.
Nos percatamos de que estaba atardeciendo, y salimos a mirar el cielo. Me acordé de aquellas tardes, cuando los sacaba de casa a ver la luna. Y la paz que sentía era esta misma.
Mi prima y mi tío empezaron a dar su explicación de frikis, sobre cómo las longitudes de onda y la refracción de la luz permiten ver estos colores en el cielo, pero no fueron suficientes para lograr entender cómo puede la naturaleza crear algo así de bonito.
Ni cómo puede algo tan simple, hacer que una pareja de ancianos, a los que tanto les cuesta salir de casa, agradecer haberlo hecho.
Paula Martínez
La Edición