Pasó mucho tiempo y Luisito no podía olvidar aquel episodio de su niñez.
Trataba de no desearle la muerte a nadie, aunque ya de niño era violento y peleaba con sus compañeros, amigos y vecinos. Nunca pudo pelear con su hermano porque era muy manso y se reía para no enfrentarlo cuando lo agredía de boca, lo que lo hacía rabiar mucho más.
Ya hombre, tuvo una discusión con un gerente de un banco porque le inició un juicio por una deuda atrasada, aunque le había dicho que se quedara tranquilo, que en caso necesario le iba a avisar.
Se enfadó de tal manera que fue al banco, pidió para hablar con el gerente y a pesar que le dijeron que estaba con un cliente, entró a los empujones, abrió la puerta y le dijo de todo, que era un mentiroso, un falluto y varias cosas más que mejor olvidar.
Cuando salió del escritorio, antes de golpear la puerta, se dio vuelta y le dijo: “Sos una porquería, más te vale que no te encuentre en la calle” y a pesar de todos sus miedos mentales, dijo las palabras fatales: “Ojalá te mueras”, sin saber que él estaba enfermo y falleció a los seis meses.
De nuevo a rezar y pedirle perdón a Dios, pero ya no lloró como antes, sino que en su interior pensó “lo tiene bien merecido este desgraciado”.
Sin embargo, le quedó la cascarita de la herida anterior por lo que le había dicho al gerente. Se preguntaba, ¿será posible que sea cierto?
Después de esto, cada vez que tenía problemas con alguien que se atrasaba en una deuda por trabajo o alguna otra razón, se cuidaba bien de no decir esas malditas palabras, “Ojalá te mueras”, porque sigue creyendo que puede ser cierto.