Hoy, la jornada laboral invade incluso nuestro tiempo de ocio y libertad personal. Pero ¿acaso hemos perdido la capacidad para disfrutar de nuestras vidas no haciendo nada en absoluto?
por David Lorenzo Cardiel
Ya es casi un tópico decir que vivimos tiempos frenéticos y turbulentos, donde nadie parece ser capaz de detenerse para disfrutar del valor de no estar haciendo nada provechoso. La dedicación del tiempo a la pura contemplación, considerado por Aristóteles el pilar del progreso humano y del bienestar personal, parece haberse esfumado por completo. Hoy, el filósofo heleno se tiraría de los pelos: con la pandemia –si bien ya sucedía antes– la jornada laboral nos acompaña más allá del tiempo que establecen nuestros contratos de trabajo.
¿Acaso hemos perdido la capacidad para disfrutar haciendo nada? ¿Seguimos siendo capaces de detenernos, incluso cuando nos encontramos en tiempo de ocio?
El ser humano, condenado a «jugar»
Dos posturas se siguen enfrentando desde el mismo día en que los primeros homo sapiens sapiens comenzaron a tener conciencia de sí mismos. ¿El deber, modelado mediante el trabajo, determina nuestra condición humana o, por el contrario, es el ocio vinculado a la libertad quien anima nuestra naturaleza? Es decir, ¿estar ocupados u ociosos es un accidente o un rasgo inseparable de nuestro ser?
El pensamiento, en efecto, parece haber surgido del cultivo de la quietud, al igual que todas las revoluciones y cambios técnicos, científicos y políticos. En su mayoría, los filósofos griegos fueron adinerados contempladores de la realidad que se podían permitir una dedicación a otras tareas –como el estudio– que no fueran las labores imprescindibles para la supervivencia. Por eso, nuestra palabra «ocio» está directamente emparentada con «escuela»: contemplar, pensar, estudiar y detenerse son considerados desde el inicio de nuestras civilizaciones como un capricho o un motivo de sospecha: ya sea por vagancia o por riesgo de subversión.
Basta observar cómo las principales revoluciones políticas occidentales –como la Revolución francesa, la Guerra de Independencia de Estados Unidos o la Revolución rusa– surgen tras la discusión y asociación de intelectuales y burgueses que espolean a las masas agotadas por la necesidad. De alguna manera, los teóricos marxistas continúan la tradición clásica al rechazar el trabajo repetitivo y alienante. En su caso, en vez de repudiarlo prometieron una transformación distendida hasta la llegada de una suerte de paraíso socialista; para otros pensadores, como Alexandr Herzen o León Tolstói, este no tenía ningún viso de llegar a producirse. Para ellos, de hecho, el equilibrio entre el trabajo y el ocio era la solución, llamando a una mejora activa de las condiciones laborales de campesinos y obreros. Por eso mismo des-confiaban de quienes no dedicaban parte de su vida a las tareas rudas, como era habitual en el caso de científicos, escritores, funcionarios o predicadores de la erudición.
Esta última postura, en realidad, es la misma que se ha desarrollado tras el final de las dos guerras mundiales: una mejora paulatina en las condiciones laborales y salariales que permita un tiempo suficiente para el ocio. No obstante, también esta distensión tiene críticas: según el sociólogo australiano Rob Lynch, «la gente utiliza el ocio sólo para gastar». Las palabras de Lynch han causado, desde entonces, una avalancha de adhesiones a su preocupación. Según muchos expertos, con el paso de los años la situación ha empeorado: más allá de los dilemas laborales, también estamos «trabajando» cuando nos sumergimos en redes sociales. Según el estudio elaborado por IAB Spain en 2020, la aplicación de mensajería WhatsApp se «llevó» 103 minutos de nuestra vida diaria, cifra respecto a la cual se colocarían muy cerca Twitch y YouTube. En nuestro tiempo de ocio, por tanto, seguimos consumiendo; y no solo de forma presencial, sino también a distancia, pues además de para nuestra empresa, ¿trabajamos hoy también para las propias redes sociales?
Opinión similar mantiene uno de los principales filósofos de nuestro siglo, el alemán Markus Gabriel, quien sostiene que «consumimos como locos» y que «regresaremos a un ritmo más lento», ya que «no podremos más» con la vida acelerada que soportamos. Incide también en ello Byung-Chul Han. En La desaparición de los rituales, el pensador coreano afirma que la conversión de la producción en un valor absoluto está des-ritualizando aceleradamente a la sociedad, lo que significa que, según perdemos los momentos de calma, descanso y ocio contemplativo nos aliena-mos más de nosotros mismos. Estos fenómenos no son solo teóricos: se han convertido en uno de los principales focos de patologías a los que se enfrentan sanitarios y psicólogos.
Esta postura, sin embargo, no es la única. Desde la publicación en 1938 del ensayo de Johan Huizinga, Homo ludens, son numerosos los estudios que inciden en que una parte trascendental de la naturaleza humana consiste en «jugar»: realizar actividades distendidas que nos relacionen entre sí y nos preparen ante desafíos. No solo resulta común entre los niños y los animales superiores: también las personas adultas jugamos, aunque no nos demos cuenta. Según este enfoque, gran parte de las actividades que vertebran el trabajo se sostienen en esta necesidad, lo que podría explicar la disonancia entre el exceso de trabajo y su ausencia y por qué no sabemos estar quietos (aunque lo necesitemos).
Algo más claro que nosotros parecían tenerlo los estoicos: aferrados al cultivo de la serenidad, la no-acumulación de bienes innecesarios y la racionalización de las emociones y de los sucesos que soportamos día a día, su visión sobre la necesidad de calma es más que contundente. Para los pensadores de esta escuela, una de las claves para ser feliz consiste en mantener el equilibrio del espíritu, lo que incluye a nuestra mente; para ello, un peaje imprescindible es pensar sobre aquello nos sucede. Sin embargo, para poder pensar es necesario huir del bullicio. «Recógete en ti mismo. El guía interior de la razón puede, por naturaleza, bastarse a sí mismo practicando la justicia y, por ello mismo, conservando la calma», aconsejaba el emperador romano Marco Aurelio en Meditaciones. Sea como fuere, para vivir, también parece imprescindible saber prescindir.
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