«¿Algún país obtuvo mejores resultados que Uruguay en esto?». Leí atónita la frase, hace unos pocos días en una discusión en redes sociales. No hay dudas de los buenos resultados de Uruguay, con relación a la región y a gran parte del mundo desarrollado. De momento se registran solo 26 muertos por
millón a causa del COVID_19, en una pandemia que a nivel global ha matado 10 veces más.
Sin embargo, parece raro desconocer que casi todo el sudeste asiático, Japón, gran parte de África, Nueva Zelandia, registran un número muy inferior de muertes. Cierto es que todos estos casos asisten factores relevantes de ayuda, además de puntuales desconfianzas con respecto a la veracidad de algunas cifras. Ya sea porque se trata de islas donde el control de fronteras es más fácil, porque los especialistas, las autoridades y la población tenían un importante recorrido
de aprendizaje con el SARS, o porque para algunos regímenes autocráticos imponer medidas restrictivas es más fácil. En otros casos, como en África, un continente joven, está mejor posicionado para enfrentar a un virus que se ensaña en el 75% de los casos con los mayores de 65 años.
A principios de noviembre, algo empezó a cambiar. El virus comenzó a propagarse con una velocidad mayor, y la epidemia en Uruguay emprende lamentablemente el recorrido que ya hemos visto en otros sitios.
Los casos se multiplicaron por 5 en el último mes. Hay que destacar que al igual que en el resto del mundo también creció el número de test
realizados en el período, duplicándose. Un esfuerzo loable y necesario, pero que en ningún caso puede explicar la totalidad del incremento de casos.
Uruguay tiene muchas fortalezas para enfrentar la pandemia: una población con buen nivel de educación, un sistema
sanitario potente, un poder político responsable. Pero desde fuera y ojalá con un efecto distorsionado, me preocupa especialmente un tema. La cantidad de voces negadoras de la pandemia y el eco que logran. Son a mi entender, una epidemia dentro de la epidemia.
Comparan la epidemia con otras enfermedades.
Cuestionan por qué no hacemos caso a la depresión, a las enfermedades cardiovasculares, etc. Porque esta es una epidemia. Por supuesto que
todo el resto de las enfermedades merecen toda nuestra atención todos los días del año. Pero en una epidemia, el comportamiento de cada uno de
nosotros repercute especialmente en el resultado colectivo de forma casi inmediata.
La diferencia entre una persona que sospeche que haya contraído el virus y mantenga una actitud responsable quedándose en casa, hasta descartar la posibilidad de ser portador y otra que no lo haga; puede ser la diferencia entre no contagiar a nadie o contagiar en tan solo una gran reunión social a decenas de personas, con el efecto dominó que ello conlleva.
Si todos asumimos que podemos ser portadores asintomáticos y nos comportamos como tales, manteniendo las recomendaciones de los científicos, ayudaremos a frenar el crecimiento exponencial de la pandemia. Los negadores, también miran la tasa de mortalidad. No es tan alta, se dicen. Y es cierto. Pero
la tasa de contagio sí que lo es. Aún no estamos inmunizados y quedan meses de aquí a que las vacunas logren mantener el virus a raya. Se calcula que en pocos meses puede haberlo contraído ya un 25% de la población de Estados Unidos.
Si esto fuera así y los datos de fallecimientos a causa de COVID son acertados, la tasa de mortandad es de un 0,35%.
El problema es que el contagio en estas primeras olas se extendió de forma muy acelerada en pocas semanas, como era de esperar en una población aún no inmunizada y colapsó los sistemas sanitarios y hasta los servicios funerarios. Las imágenes de Madrid, su recinto de congresos habilitado como hospital de
guerra, o una pista de hielo utilizada para conservar los cuerpos de los fallecidos, o las de las fosas comunes en Nueva York hablan por sí solas.
Son ciudades que algunos días registraron un número de fallecidos hasta tres veces mayor que el de un día normal.
Jugar a la ruleta con la capacidad del sistema hospitalario, si supusiera una enorme irresponsabilidad. No solo por el COVID, por todos las
enfermedades y emergencias que como sociedad tenemos el deber de atender.
«El tema se ha sobrevalorado. No deberíamos haber funcionado con tantas restricciones y causar ese daño a la economía» es el otro argumento esgrimido por los negadores. Analizando los cierres en Europa, se ve que la reducción en el número de contagios muestra una clara relación con un menor del nivel de actividad. Los confinamientos o cierres parciales de algunas actividades resultan al cabo de los 15 día en un descenso en los casos, que puede llegar al 50%. A los 30 días de los cierres, empieza a verse también el descenso en el número de fallecimientos. No siempre es fácil detectar que actividades constituyen
los mayores focos de contagio.
Uruguay está hoy a un nivel de casos por millón similar al del Reino Unido, en la segunda ola: el 22 de septiembre, y ambos llegaron hasta ahí con
los casos multiplicándose por 5 en los 30 días previos. Con algunas salvedades: Reino Unido está realizando tres veces más de prueba por millón de
habitantes que Uruguay y por la virulencia de la primera ola tiene más población inmunizada. Si el recorrido uruguayo emulara en algo al británico, en
30 días podríamos estar hablando de 1.310 casos y en torno a 18 fallecimientos diarios y a los 60 días, de 60 muertes diarias a raíz del coronavirus, casi un 70% más de fallecimientos que un día normal.
Estamos hablando de salvar vidas. Debemos luchar contra dos epidemias, la del coronavirus y la de la desinformación.
Ambas se combaten con la misma herramienta: el conocimiento y su difusión. Démosle todo el protagonismo que la situación amerita.
Andrea Burstin es economista por la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, y MBA por el Imperial College de Londres.