La sorprendente introducción de la eutanasia en la pasada campaña electoral denota, a mi entender, una frivolidad digna de ser estudiada por los expertos.
Dicen que algunas enfermedades seniles provocan la pérdida de memoria de lo inmediato, mientras se recuerdan con lucidez sucesos antiguos.
Mucho antes de 2004, cuando se pronunciaron solemnes promesas de legalizar la eutanasia, se habían celebrado numerosas audiciones en el Senado y más de un debate en el Congreso, que mostraron la prioridad del derecho a la vida.
A la vez, quedó clara la oportunidad de seguir fomentando la llamada autonomía del paciente, que lleva consigo respetar su deseo de no agobiarlo con cuidados médicos tan excesivos, que hacen peor el remedio que la enfermedad: el llamado encarnizamiento terapéutico.
Así se establece ya en documentos jurídicos estatales o de comunidades autónomas.
Hablar de eutanasia supone, a mi entender, lanzar una cortina de humo sobre el gran problema de España –en conjunto, de Europa-: el progresivo envejecimiento de la población, por el invierno demográfico, unido al aumento de la esperanza de vida.
La cuestión grave, cada vez más acuciante, no es ayudar a morir, sino cómo cuidar a los mayores, especialmente cuando dejan de ser independientes.
Estoy viviendo directamente la atención de algunos casos.
Jesús Domingo Martínez
Girona – España