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Voy a poner la mesa

por avisador
agosto 7, 2020
in Otras noticias
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Voy a poner la mesa
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SENTIMIENTOS DE CUARENTENA

SOMOS UNA ESPECIE SOCIAL, DEPENDEMOS UNOS DE OTROS. ¿QUÉ SENTIMOS CUANDO UNA PANDEMIA NOS ALEJA DE NUESTROS SERES QUERIDOS?

Sentado en el sillón de casa con los pies cruzados, miro inane la pantalla del plasma que está colgado en la pared del frente, en medio de dos bibliotecas y por encima de un tocadiscos viejísimo color marrón, marca Grundig. Paso para un lado y para el otro las series de Netflix, mirando todo sin ver nada, buscando una compañía para mi almuerzo. Un plato hondo color azul espera sobre dos alzas de colmena que uso como mesa ratona frente al sillón, con una presa de pollo dentro y algunas papas, que recién trajo del delivery. No hay vaso, solo una botella porque desde que almuerzo solo, tomo agua directamente desde el pico.

Miro a través del vidrio de la puerta de la biblioteca que está a la derecha del televisor. Hay un portarretratos barato, ordinario, con una foto de mi familia.
No es cualquier foto, es decir, no es una foto al azar. Es de un almuerzo de domingo. Pero tampoco es cualquier domingo; es del domingo posterior a que me
recibí de médico. Veo la sonrisa de toda mi familia, de amigos y un par de vecinos que se sumaron. Recuerdo de ése domingo en particular la cantidad de
veces que mi abuela me pidió que deje el celular en el bolsillo, porque parecía embobado con ese aparatito.

Pensar que hoy, esa es la única manera que tengo de verlos y posiblemente debería agarrarlo más seguido para llamarlos. Los pensamientos viajan y sin
querer sonrío al acordarme cuando era un niño y no había domingo en que la frase «apagá ese televisor», no se dijera cinco o seis veces. Apagá ese televisor y salí un rato al patio; apagá ese televisor y barreme la vereda; apagá ese televisor y ayúdame a pelar las papas; apagá ese televisor y poné la mesa; apagá ese televisor…

Ya van más de cuatro meses que paso sin poder compartir un domingo en familia, con mi familia. Hoy es domingo y mientras miro la foto, siento que me
duele todo por dentro, pero nada por fuera. Cada domingo que escuchábamos a media mañana algún tero, mi abuela decía «sonamos, van a caer visitas sin
avisar». Siempre el presagio lo daban los teros que cantaban. Y realmente pasaba. De todas formas, sé que no era por los teros, sino porque siempre caían y además porque siempre había teros.

Hoy, esas aves deben estar disfónicas, pero las visitas ausentes. Ya no tengo con quien pelear por no querer poner la mesa, no me puedo quejar con nadie de
que el mantel quedó cruzado o quedó corto porque alargamos la mesa, debido a que minutos antes de almorzar cayeran esas visitas inesperadas.

Encimábamos dos repasadores que servían de prolongador de mantel en alguna de las puntas de la mesa. Aparecían sillas que traíamos de las habitaciones, previo a tirar encima de la cama todas las prendas que habían estado hasta hace dos segundos sobre el respaldar de la silla. En esa reboleada de ropa, el olor a
naftalina invadía el ambiente.

Lo mismo ocurría con los vasos, los platos, los cubiertos. Aparecían de los rincones más polvorientos de la alacena y alguna que otra vez del ropero. Mi
abuela siempre guardaba la vajilla nueva (que alguna navidad o cumpleaños alguien le había regalado) dentro de las puertas altas del ropero. En ese momento, entre el bullicio sobresalía el grito de «cierren la puerta de la pieza que se llena de olor»; ese olor que era el perfume de la comida que estaban preparando.

Me emociono de solo recordarlo.

Pienso en la cantidad de cosas que me enseñaron y la cantidad de momentos en los que me acompañaron, como por ejemplo a cruzar la calle con firmeza
agarrado de la mano de mi abuelo, cruzar el peligro y la incertidumbre de una gran avenida. Me desespera pensar que existe la posibilidad de que hoy, si le pasara algo, yo no podría estar junto a él y ayudarlo a cruzar del otro lado, agarrado de la mano.

La sola idea de esa posibilidad, me aturde.

Ahora, bajo la mirada desde el televisor y fijo la vista otra vez en el plato con la presa de pollo, de la cual ya no sale vapor y menos aún olor. En un acto reflejo y hasta quizás desesperado, descruzo los pies del sillón, me paro, agarro el plato y tiro el pollo a la basura. Busco harina, sal, huevos. Armo un mini volcán con harina y pongo los huevos como lava en el centro. Le tiro un poquito de sal, un chorro de aceite y comienzo a mezclar lentamente desde los bordes. Lo
hago de forma inconsciente, pero es la manera en que mi abuela lo hacía y lo incorporé como tantos otros hábitos. La cosa va tomando forma. No tengo palo de amasar y agarro una botella de vidrio. Eso también hacía ella. Comienzo a estirar la masa sobre la mesada y una vez que está bien finita, la enrosco
sobre sí misma como un pionono.

Hago cortes cada cinco milímetros. Los tallarines van apareciendo. Saco una olla y pongo el agua a hervir. El olor a la casa de mi abuela aparece como arte
de magia. Se me llenan los párpados, pero me aguanto.

Busco el mantel, el plato, los cubiertos, un vaso, una copa, servilletas, panera. Despejo la mesa, apilo apuntes, cierro la notebook, guardo libros. Extiendo el mantel medio cruzado y dejo una punta de la mesa descubierta que voy a tapar con unos repasadores por si a último momento llega alguien. Hoy por primera vez voy a disfrutar de apagar la tele y poner la mesa, para mí solo. Es mi forma de adaptarme a este momento que estamos viviendo. Poner la mesa, es mi placebo. No voy a permitir que la tele, el silencio y la falta de aromas en la comida (no casera) sea mi nocebo. Si no me adapto, no voy a poder sobrevivir. De ahora en adelante, todos los domingos voy a poner la mesa.

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Es de un almuerzo de domingo. Pero tampoco es cualquier domingo; es del domingo posterior a que me recibí de médico. Veo la sonrisa de toda mi familia, de amigos y un par de vecinos que se sumaron. Recuerdo de ése domingo en particular la cantidad de veces que mi abuela me pidió que deje el celular en el bolsillo, porque parecía embobado con ese aparatito. Pensar que hoy, esa es la única manera que tengo de verlos y posiblemente debería agarrarlo más seguido para llamarlos. Los pensamientos viajan y sin querer sonrío al acordarme cuando era un niño y no había domingo en que la frase «apagá ese televisor», no se dijera cinco o seis veces. Apagá ese televisor y salí un rato al patio; apagá ese televisor y barreme la vereda; apagá ese televisor y ayúdame a pelar las papas; apagá ese televisor y poné la mesa; apagá ese televisor… Ya van más de cuatro meses que paso sin poder compartir un domingo en familia, con mi familia. Hoy es domingo y mientras miro la foto, siento que me duele todo por dentro, pero nada por fuera. Cada domingo que escuchábamos a media mañana algún tero, mi abuela decía «sonamos, van a caer visitas sin avisar». Siempre el presagio lo daban los teros que cantaban. Y realmente pasaba. De todas formas, sé que no era por los teros, sino porque siempre caían y además porque siempre había teros. Hoy, esas aves deben estar disfónicas, pero las visitas ausentes. Ya no tengo con quien pelear por no querer poner la mesa, no me puedo quejar con nadie de que el mantel quedó cruzado o quedó corto porque alargamos la mesa, debido a que minutos antes de almorzar cayeran esas visitas inesperadas. Encimábamos dos repasadores que servían de prolongador de mantel en alguna de las puntas de la mesa. Aparecían sillas que traíamos de las habitaciones, previo a tirar encima de la cama todas las prendas que habían estado hasta hace dos segundos sobre el respaldar de la silla. En esa reboleada de ropa, el olor a naftalina invadía el ambiente. Lo mismo ocurría con los vasos, los platos, los cubiertos. Aparecían de los rincones más polvorientos de la alacena y alguna que otra vez del ropero. Mi abuela siempre guardaba la vajilla nueva (que alguna navidad o cumpleaños alguien le había regalado) dentro de las puertas altas del ropero. En ese momento, entre el bullicio sobresalía el grito de «cierren la puerta de la pieza que se llena de olor»; ese olor que era el perfume de la comida que estaban preparando. Me emociono de solo recordarlo. Pienso en la cantidad de cosas que me enseñaron y la cantidad de momentos en los que me acompañaron, como por ejemplo a cruzar la calle con firmeza agarrado de la mano de mi abuelo, cruzar el peligro y la incertidumbre de una gran avenida. Me desespera pensar que existe la posibilidad de que hoy, si le pasara algo, yo no podría estar junto a él y ayudarlo a cruzar del otro lado, agarrado de la mano. La sola idea de esa posibilidad, me aturde. Ahora, bajo la mirada desde el televisor y fijo la vista otra vez en el plato con la presa de pollo, de la cual ya no sale vapor y menos aún olor. En un acto reflejo y hasta quizás desesperado, descruzo los pies del sillón, me paro, agarro el plato y tiro el pollo a la basura. Busco harina, sal, huevos. Armo un mini volcán con harina y pongo los huevos como lava en el centro. Le tiro un poquito de sal, un chorro de aceite y comienzo a mezclar lentamente desde los bordes. Lo hago de forma inconsciente, pero es la manera en que mi abuela lo hacía y lo incorporé como tantos otros hábitos. La cosa va tomando forma. No tengo palo de amasar y agarro una botella de vidrio. Eso también hacía ella. Comienzo a estirar la masa sobre la mesada y una vez que está bien finita, la enrosco sobre sí misma como un pionono. Hago cortes cada cinco milímetros. Los tallarines van apareciendo. Saco una olla y pongo el agua a hervir. El olor a la casa de mi abuela aparece como arte de magia. Se me llenan los párpados, pero me aguanto. Busco el mantel, el plato, los cubiertos, un vaso, una copa, servilletas, panera. Despejo la mesa, apilo apuntes, cierro la notebook, guardo libros. Extiendo el mantel medio cruzado y dejo una punta de la mesa descubierta que voy a tapar con unos repasadores por si a último momento llega alguien. Hoy por primera vez voy a disfrutar de apagar la tele y poner la mesa, para mí solo. Es mi forma de adaptarme a este momento que estamos viviendo. Poner la mesa, es mi placebo. No voy a permitir que la tele, el silencio y la falta de aromas en la comida (no casera) sea mi nocebo. Si no me adapto, no voy a poder sobrevivir. De ahora en adelante, todos los domingos voy a poner la mesa.
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