Cientos de miles de productos se destruyen cada año cubiertos aún con sus respectivos embalajes: son objetos que no se han vendido o se han devuelto. Más allá del coste medioambiental, esta práctica revela la trivialidad de nuestro sistema económico.
Esther Peñas
Es una práctica tan habitual como discreta y, a la vez, grotesca: televisores, portátiles, ropa de marca, drones o libros terminan triturados sin piedad. Greenpeace lo viene señalando desde hace tiempo, pero el tablero puede cambiar dentro de poco, y es que si la Ley de Residuos completa su trámite parlamentario sin grandes contratiempos, será delito eliminar el excedente de los productos no perecederos: quedará prohibido destruir aquellas prendas, juguetes, aparatos informáticos, relojes o consolas que no se hayan vendido; la norma instigará, además, a que se reutilicen o se donen.
Según una investigación de la cadena británica ITV News, se liquidan alrededor de 124.000 objetos de toda naturaleza a la semana. Ecologistas en Acción denunció hace escasos meses cómo en el vertedero alicantino de El Campello uno podía encontrar frigoríficos, estanterías, pantallas de ordenador o libros electrónicos nuevos. Productos completamente nuevos que, sin embargo, se hallan dispuestos entre multitud de basuras y deshechos: son aquellos productos no vendidos o devueltos, ya sea por insatisfacción del cliente o por pequeños defectos estéticos o reparables.
Burberry destruyó productos por valor de más de 100 millones de Algo que se antoja un despropósito en tiempos de emergencia climática. No obstante, y si bien nada justifica estos hábitos, encontramos algunas razones que los explican. En el caso de los productos exclusivos, como los relojes de alta gama o las prendas de ropa lujo, el sobrante se destroza para mantener la exclusividad de la marca. Un dato resalta especialmente este hecho: Burberry, la casa británica de moda fundada en 1856, destruyó productos por valor de más de 100 millones de dólares en los últimos cinco años para evitar que su marca se devaluara. Sí, destrucción, si bien en este caso sostenible: exterminan sus productos en incineradoras que aprovechan la energía del proceso.
Cartier (fundada en 1847) y Montblanc (creada en 1906), ambas propiedad actualmente de la compañía suiza Richemont, destruyeron relojes por una cuantía de 400 millones de libras en los dos últimos años. El sector del lujo apenas hace rebajas: no quieren que gente equivocada luzca sus logotipos. Al fin y al cabo, en términos estratégicos y comerciales, eso supondría devaluar su valiosa reputación. La misma práctica la ejerce también Louis Vuitton y otras marcas de lujo, entre ellas algunas de perfumes exclusivos como Channel.
Otras marcas intentan –o, al menos, eso parece– no adentrarse en este festín destructivo. La firma de calzado Salvatore Ferragamo, por ejemplo, trabaja por encargo para evitar el sobrante. Táctica que no es exactamente la de Inditex, pero se aproxima: la marca gallega trata de ajustar al máximo la cantidades con un exhaustivo cómputo de las unidades que venden en sus tiendas. Lo normal es que aquellas prendas que no se venden se destinen a rebajas, outlet o promociones.
Otra opción para muchos es derivar ese excedente a mercados internacionales en los que las marcas tienen escasa presencia. Incluso hay quien lo vende al peso o quien dona cuanto queda sin venderse. El propósito de la Ley de Residuos, en este sentido, es similar a la que prepara Francia o Reino Unido. Con ella se pretende reducir el impacto medioambiental de estas prácticas destructivas e impulsar la economía circular, reduciendo devoluciones y reutilizando aquellos productos devueltos o no vendidos.
Otra explicación que favorece a día de hoy la destrucción masiva de mercancía es el coste que supone tenerla en depósito. Amazon cobra 26 euros por metro cuadrado de almacenaje durante los seis primeros meses; pasado el plazo, el metro se revaloriza hasta los 500 euros; posteriormente, a su vez, pasa a valer el doble al cabo de un año. Hay una diferencia, no obstante, que revela lo enraizadas que están las acciones de Amazon: el coste de devolver el producto es de 20 euros, pero el de destruirlo es tan solo de 14 céntimos. Drones, ordenadores, teléfonos móviles, herramientas de bricolaje, auriculares inalámbricos, tarjetas de memoria, robots de cocina… todo ello perfectamente embalado. Alrededor de un tercio de las devoluciones de esta clase de productos se destruyen, a lo que se suma el coste medioambiental del viaje de regreso del producto.
No obstante, no es exactamente Amazon quien destruye los productos. Para ello subcontrata al grupo aragonés Saica, uno de los mayores productores de cartón de toda Europa. A través de su filial Saica Natur –que también cuenta con una planta en Escocia– tritura una ingente cantidad de productos a la semana. A su vez, si se trata de materiales sensibles –como aquellos productos que pueden generar residuos peligrosos–, Saica subcontrata a otras empresas. Hoy, la compañía está siendo investigada por envío ilegal de residuos a China.
Producir para destruir. Lo asombroso es que, de alguna manera, esto fue anticipado por Marx cuando sostuvo que una de las tendencias del capitalismo es devaluar la riqueza existente para crear otra nueva. «Destrucción creadora», lo denominó, años después, el economista austríaco Joseph Schumpeter. Destruir para volver a crear, perversión exquisita del capitalismo.
Fuente: Ethic.es