«Cualquier individuo tiene el derecho a buscar protección, donde sea y cuando sea».
El persistente aluvión de conflictos, que a veces tienen su origen hasta en nuestro propio hogar, nos apremia y complica la vida. La realidad cambia por momentos, y lo que ayer era un compromiso para la construcción de un futuro más acorde con los derechos humanos, hoy ya es pasado y se ha demolido más que edificado.
Pero ¿por qué desmoralizarnos? A veces, algo tan íntimo como una buena voluntad amigable, puede hacernos cambiar y mejorar la vida. De entrada, nadie debe de ser excluido; hay que vivir y dejar vivir, hacer justicia y ser amigable, para que se eliminen las discordancias y evitar esos actos discriminantes que nos dejan sin palabras que responder.
Hoy más que nunca, debemos ahondar en nuestros vínculos, en los que no han de figurar dominantes ni dependientes, sino ciudadanos de corazón grande y existencia unida, compañeros para enfrentar las dificultades.
Únicamente actuando así, uno puede crecer, crearse en la virtud y recrearse en lo armónico, que es lo que verdaderamente nos fraterniza y engendra luz. De lo contrario, desapareceremos como tales de la faz de la tierra.
Desde luego, si uno quiere cambiar al mundo, tiene que comenzar por uno mismo. No podemos encerrarnos en nuestras miserias, tenemos que abrirnos, porque todo está en nuestro interior y hay que compartir y enseñar o aprender de los otros.
Lo singular del ser humano siempre está ahí, con sus furias y desvelos, lo importante no es dejarse llevar por los impulsos, sino ser coherentes y activar el diálogo sincero, que es como se solucionan todos los trances y se sale de los peligros.
Al fin y al cabo, la cuestión radica en entender y hacerse entender por otros, en saber guardar respeto hacia todo y hacia todos. Espacios que nos convengan, sin fronteras ni enfrentamientos que nos dividan. queremos que haya paz en una tierra martirizada, tan duramente probada por mil contiendas inútiles, nos exige a las generaciones actuales, cuando menos una modificación de actitudes y de modos de pensar.
Algunas gentes ya lo hacen, y en medio del dolor de la guerra, ofrecen signos esperanzadores, como las puertas abiertas de su corazón para dar aliento y acogida.
Sea como fuera, cualquier individuo tiene el deber de respetarse y el universal derecho a buscar protección, donde sea y cuando sea. Las estadísticas mundiales nos dicen que, cada amanecer, más gentes lo dejan todo para huir de la guerra, la persecución o el terror.
Como especie pensante no podemos caer más bajo. Tenemos que despertar y hacer propósito de rectificación. Sólo se pueden salir de estos vientos malignos oyéndonos, poniendo el oído en los gritos de esa multitud de gente hundida en la desesperación, extendiendo nuestros brazos para secar sus lagrimas, consolando y ayudando en lo que nos permita nuestra situación. Puesto que todos tenemos derecho a estar en un entorno seguro.
Esto nos lleva a considerar que cada intervención nuestra ha de alimentarse de un auténtico espíritu donante, de hospitalidad y solidaridad, con prácticas integradoras y asistencia garantizada. A estas marchas hay que sumarle las olas de calor que cada vez son más reiterativas y graves, debido en parte a las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera, que están a un nivel récord.
La tierra, por si misma, nos pide promover ese cambio de modos y maneras de actuar, favoreciendo la reagrupación natural, sin someterla nunca a requisitos económicos. Quizás tengamos que centrar mucho más la atención en estrechar lazos, para proteger mejor a tantos seres indefensos, que en cualquier esquina nos esperan con una mirada ansiosa de ayuda humanitaria.
Son muchas las crisis que nos circundan, es cierto, pero el entusiasmo tiene que estar para poder renacer, por muy atemorizados que estemos. La imaginación al poder, a finales de 2021, el total de habitantes que han sido forzados a abandonar sus hogares por conflictos, violencia, temores de persecución y violaciones a derechos humanos, en todo el mundo llegó a 89,3 millones.
Esta cantidad, –según Naciones Unidas-, supera el doble de los 42,7 millones de personas que permanecieron desplazadas por la fuerza hace una década, lo que la convierte en la más alta desde la Segunda Guerra Mundial.