Por José Luis Piccardo
La capital del Uruguay es, según suelen decir quienes la visitan, una ciudad “muy linda”. Sin embargo ha ido acumulando problemas importantes que comprometen esa característica y su futuro desarrollo.
Regresar a Montevideo tras visitar grandes ciudades europeas invita a darle a la capital uruguaya una nueva mirada, desde el punto de vista urbanístico, arquitectónico y de las condiciones para una mejor convivencia ciudadana.
Por un lado, ayuda a revalorizar lo que significa una urbe de cara al mar (o al “río como mar”, como a veces se le llama a este inmenso estuario hacia el Océano Atlántico que es el Río de la Plata). Barcelona, por ejemplo, que se enorgullece de su implantación junto al Mediterráneo, no tiene rambla costanera similar a la montevideana y no son muchos los paseos sobre la costa. Los mejores barrios están física y visualmente desconectados del mar. Una mirada a Montevideo, luego de ver otras realidades urbanas, redimensiona sus virtudes, que no están solo próximas al agua.
Por otro lado, al compararla con ciudades como París o la propia Barcelona, resalta la manera caótica, improvisada y arbitraria que ha predominado en su construcción. Contrastando con la amplitud de las avenidas de las urbes europeas, con sus sólidos criterios urbanísticos y arquitectónicos, al menos en sus áreas centrales, Montevideo expone un desagradable desorden.
Como la mayoría de las ciudades latinoamericanas, sigue pareciendo a medio hacer. Quien la observe no podrá saber qué ancho se les quiere dar a las calzadas y veredas, ni qué cotas de altura desea establecerse en cada calle. Se suceden cuadras y cuadras con perfiles caprichosos, donde construcciones de uno o dos pisos parecen aplastadas al lado de otras de diez o más niveles, sin que en este muestrario falte alguna finca abandonada o un baldío, a veces con un destartalado cartel que desde hace décadas anuncia la próxima construcción de un emprendimiento.
Trazados urbanísticos acertados, barrios con diversos valores estéticos, como sin duda los hay en Montevideo, se ven desmerecidos por la incapacidad que desde hace más de un siglo la ciudad ha tenido para acordar y consolidar criterios en estos y otros aspectos.
Otro problema de Montevideo es el sistema de transporte. Y no solo por las características y la conservación de muchos vehículos, o la frecuencia y la impuntualidad de los servicios. Es injustificable que no haya una indicación (al turista y al propio vecino) de cómo llegar a un destino dentro de la ciudad: no existen ni en las paradas de ómnibus ni dentro de éstos. Mucho menos indicadores de horarios o mapas.
La iluminación de la ciudad ha mejorado, pero sigue siendo insuficiente, especialmente en algunas zonas. El tránsito es caótico, sobre todo por el aumento del parque automotor y la lentitud para actualizar las normas. Existe polución visual, en especial en los barrios comerciales, con cartelerías y luminosos antiestéticos y marquesinas que sobresalen innecesariamente respecto a la línea de edificación, lo que también contribuye a acentuar el aspecto caótico anteriormente señalado.
Parecería que la población se ha ido acostumbrando o resignando a ciertas cosas. Conspira contra Montevideo y sus indiscutibles valores arquitectónicos, urbanísticos, paisajísticos, medioambientales, culturales, etcétera, la conducta de sus habitantes con relación a la ciudad. Un ejemplo –que se hace más nítido en la comparación con otros centros urbanos– es el estado de las veredas, cuyo arreglo, de acuerdo a las disposiciones, es responsabilidad de los dueños de los inmuebles.
Pero hay otros aspectos del cuidado de la ciudad que están más referidos a la idiosincrasia de sus habitantes que a falta de recursos o a fallas de planificación: ensuciar la vía pública, no utilizar debidamente contenedores de residuos y papeleras, no retirar los excrementos de los animales domésticos, pisar áreas de césped donde ello está prohibido, arrojar desechos en calzadas y veredas, grafitear superficies (lo que puede aceptarse e, incluso, promoverse en determinados lugares) y un largo etcétera. Es cierto que se hacen campañas de educación, en las que hay que persistir, pero han resultado insuficientes.
No obstante todo lo señalado, debe valorarse que existan varias zonas de Montevideo donde se ha respetado su estimable nivel arquitectónico y urbanístico, y hay un buen aprovechamiento de las ventajas paisajísticas.
Por otra parte, no es necesario llegar a las áreas de mayor valor inmobiliario para encontrar atractivos en la ciudad, como acontece incluso en muchos barrios de casitas desparejas modestamente construidas, donde cada una tiene un entorno arbolado y enjardinado que la enaltece. Claro está, un contenedor desbordado, un auto abandonado o un mueble viejo dejado en la calle (“por si alguien se lo lleva”) pueden terminar con los encantos de cualquier sitio.
Es necesaria también una referencia a un tema clave para el desarrollo de Montevideo: el turismo, tanto internacional como interno. La capital uruguaya es el principal receptor de turismo del país, pero varias de las situaciones a las que se ha aludido conspiran contra esa actividad, fundamental en lo económico, en lo social y en lo cultural.
Muchas veces no se ha podido contra los intereses creados, la desidia y la resignación, pero la voluntad por mantener esos esfuerzos es imprescindible para que la ciudad alcance los niveles que se merece. Tal vez haya cosas irrecuperables, o cuya corrección demandará el paso de varias generaciones. Pero bien valen los esfuerzos. Montevideo y su gente, y el país todo, los necesitan y merecen.